Un único unicornio

El unicornio, ese animal mágico, bello, noble, puro y espiritual. Verlo es un sueño, tocarlo, una utopía. Recorre el Universo en soledad, atrapado por la fuerza de la inmortalidad y la sabiduría de los seres independientes. Solo si tienes un corazón puro se mostrará ante ti y, si se te concede la fortuna de acariciarlo, te protegerá con su vida ante cualquier peligro, porque, desde entonces, será tu compañero más leal.

Pero, ¿alguna vez has encontrado un unicornio en tu jardín? Es una circunstancia única. El Universo te muestra su magia. Te diré el secreto para mantenerlo ahí: ámalo incondicionalmente. Sí, implica paciencia y valentía, porque, ¿cómo ganarse la confianza de un ser tan receloso? Es igual de encantador, que peligroso, y sabes qué: él no te necesita. Hay que ser un valiente guerrero para amar a quien no concibe el amor como necesidad.

Quien practica el desapego es tan único como el unicornio. Su corazón no entiende de posesiones, de recelos, de desconfianza. Fluye entre las emociones más nobles: la lealtad, la confianza... Si lo aprisionas, si lo asustas, le partes el corazón, ese corazón que te entrega, no por necesidad, sino por el placer de querer estar a tu  lado sin límites ni condiciones.

Y son tan únicas y escasas las personas que conocen el amor incondicional que, cuando se muestran, resultan demasiado exóticas y difíciles de conquistar. Lo lógico es pensar: por qué perder el tiempo en semejante tarea cuando abundan esas otras personas que son sencillas y accesibles. Esas que se molestan si les dices que no las necesitas, que reaccionan con frialdad cuando no muestras celos, que te consideran egoísta si no das explicaciones, que se indignan cuando simplemente sonríes ante sus reproches…Esas pueden resultar bellas en su simplicidad, pero solo existe un único unicornio, ¿verdad?

Amar a un unicornio no es poseer a un unicornio. Es quererlo libre, así de mágico y desafiante.

“Sé siempre tú mismo, a menos que puedas ser un unicornio. En ese caso, sé siempre un unicornio”, Paulo Coelho.