¿Debería legalizarse la prostitución?

Rafael Lutzardo (*)

El oficio más antiguo de mundo sigue siendo tema de actualidad. El mundo de la prostitución sigue siendo un negocio importante para muchas organizaciones mafiosas. Un dinero negro que se fabrica a través del cuerpo humano.  ¿Debe legalizarse la prostitución como un trabajo legal?

Por todo ello, periódicamente rebrota con ímpetu el debate acerca de la legalización de la prostitución. Los beneficios son conocidos: las trabajadoras sexuales obtendrían los derechos del resto de trabajadores, esto es: pensiones de jubilación, bajas por enfermedad o subsidio de desempleo. Además de una mejora de las condiciones laborales y sanitarias y una progresiva desaparición del estigma asociado a su profesión que, al equipararse legalmente a cualquier otra, aumentaría en reconocimiento social.

Según Miriam Tey, la pregunta previa que deberíamos hacernos sería si el Estado debe velar por el alma de las prostitutas o por sus derechos. O si en un mundo ideal lo deseable sería que desapareciese la prostitución como profesión, o que se deshiciese de la carga peyorativa y el desprecio social con los que hoy cuenta.

Tal vez la pregunta previa que deberíamos hacernos sería si el Estado debe velar por el alma de las prostitutas o por sus derechos. O si en un mundo ideal lo deseable sería que desapareciese la prostitución como profesión, o que se deshiciese de la carga peyorativa y el desprecio social con los que hoy cuenta. ¿Desde qué atalaya moral podemos penalizar la venta del propio cuerpo? ¿Por qué la combinación de sexo y retribución resulta inadmisible?

Si nos acercásemos de forma desapegada a la pregunta de si se debe legalizar la prostitución y lo hiciésemos, por un momento, con una mirada libre de principios morales, ideológicos y religiosos, aparcando nuestros prejuicios, en la medida de lo posible, y utilizando tan sólo como instrumentos de análisis la RAE, la Constitución y la Declaración de los Derechos Humanos podríamos llegar a concertar una conclusión razonable e incluso, con un poco de buena voluntad, transformadora.

Ateniéndonos a las herramientas convenidas para responder a la pregunta inicial podríamos asumir con propiedad que: la prostitución es una actividad que se realiza a cambio de dinero, y como actividad que requiere de habilidades concretas es un oficio, y que al realizarse como actividad habitual remunerada se trata de una profesión, y que toda ocupación retribuida es un trabajo, y que todo trabajo es ejercido por un trabajador. Y que todo trabajador tiene sus derechos.

Si podemos concluir, a modo de silogismo, que la prostitución la ejerce un trabajador y que todo trabajador tiene sus derechos ¿no es obligación del Estado velar por que los trabajadores tengan derecho a: elegir su profesión u oficio libremente; no ser discriminados por razones de sexo, estado civil, origen, su integridad física y a una adecuada política de seguridad e higiene?

Más allá de la condición de trabajador, la Declaración de Derechos Humanos contempla que toda persona tiene derecho al respeto de su intimidad y a la consideración debida a su dignidad. Que Nadie será objeto de interferencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra ni a su reputación. Y que toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales interferencias o ataques. ¿Y no estaremos acaso nosotros, al menos parte de la sociedad y algunos gobiernos, faltando a la honra y a la dignidad de las personas que se dedican a la prostitución juzgándoles a ellos y su actividad hasta el punto de creernos autorizados a negarles sus derechos más básicos?

¿No sería lícito que estos trabajadores exigiesen que dejásemos de velar por su conciencia, y nos dedicásemos a cumplir con nuestra obligación garantizando sus más elementales derechos humanos? Porque incluso antes que el derecho a la educación, a un mundo justo y libre a la comida y el alojamiento, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos nos hemos comprometido a defender primero que todos somos libres e iguales y, segundo, a no discriminar.

¿No estaremos discriminando de la peor manera posible al estigmatizar a todos los trabajadores de una profesión negándoles la más mínima autonomía, y victimizándoles hasta el punto de considerarles incapaces de elegir libremente su profesión?

¿Desde qué atalaya moral podemos penalizar la venta del propio cuerpo? O mejor dicho la venta del sexo, porque vender nuestro cuerpo para la publicidad, vender nuestra fuerza física, nuestro tiempo, nuestra energía o nuestras ideas no lo consideramos punible. Tampoco castigamos en nuestra sociedad la práctica del sexo, ni el hecho de ganar dinero con nuestro trabajo nos parece denigrante, aunque se podría disertar largamente sobre si el trabajo, entendido como ocupación retribuida nos hace libres o esclavos o si como fin en sí mismo puede darnos la felicidad, pero volviendo a lo que nos ocupa: ¿Por qué la combinación de sexo y retribución resulta inadmisible?

Las mujeres estamos “autorizadas” socialmente a prestar servicios sexuales puntualmente si lo que obtenemos con ello es afecto, seguridad, familia, posición social e incluso profesional. Según algunas teorías, como por ejemplo las que plantean Mamen Briz y Cristina Garaizabal en su libro ‘La prostitución a debate. Por los derechos de las prostitutas’ (Madrid; Talasa, 2007), lo que verdaderamente castiga el estigma de puta es la autonomía femenina, y bueno, no podemos olvidar que vivimos en una sociedad patriarcal.

No he hecho más que plantear preguntas tratando de responder una, pero espero haber facilitado algo el camino para que podamos sacar alguna conclusión con un denominador común, y el que se me ocurre es que tendremos que acordar es que en occidente no podemos permitir que hayan trabajadores sin derechos.

Para aquellos que aleguen que no todas las personas que trabajan en la prostitución quieren hacerlo podríamos señalar que tampoco todas las personas que trabajan en los cajeros de un supermercado lo han elegido como mejor opción, pero no por ello deberíamos desposeerles de sus derechos como trabajadores.

Si hemos llegado de acuerdo hasta este punto, quizás sería el momento de ir algo más allá y plantear que, en lugar de dividir entre buenos y malos, castos e impuros, en lugar de tratar de salvar de sí mismos a los que viven de la prostitución, deberíamos escuchar qué tienen que decirnos y no sólo acerca de sus necesidades sino también, e igualmente importante, acerca de sus saberes, que son muchos, a pesar de que en ocasiones pueda interesar silenciarlos.

Por último quiero aclarar que este artículo hace referencia únicamente a la prostitución, en ningún caso hemos querido reflexionar aquí sobre la trata de blancas, la esclavitud o las mafias, delitos y delincuentes que pareciera más fácil de combatir si se tiene claramente delimitado y tipificado qué es un crimen y qué un oficio. 

(*) Escritor y periodista