Turquía: guerra interior, debacle exterior

Luis Rivas (*)

Edificios destrozados, barrios bloqueados con camiones volcados, enormes telas cubriendo las calles para impedir la visión a los francotiradores… Decenas de miles de desplazados huyendo de los combates…. No es Siria, es Turquía. En concreto, el sudeste del país, habitado por una mayoría kurda.

El régimen turco del presidente Recep Tayyip Erdogan vive una guerra civil interna que recuerda a los peores momentos del enfrentamiento armado de más de treinta años entre el ejército y los guerrilleros del Partido Kurdo de los trabajadores (PKK), la formación todavía considerada como “terrorista” por Ankara, Washington y Bruselas.

Varias regiones del sureste de Turquía, de mayoría kurda, viven desde hace semanas en estado de sitio. Los vecinos que no han podido huir de la ofensiva del ejército se ven obligados a vivir enclaustrados, sin agua, sin luz, sin cobertura telefónica y sin servicios médicos. Más de 130 civiles habrían muerto desde el inicio de los combates, hace tres meses, según informan organizaciones humanitarias.

“El Estado turco hace la guerra a su propio pueblo”. Así se expresaba a finales de diciembre en el Parlamento de Ankara Figen Yuksekdag, vicepresidenta del pro-kurdo Partido de los Demócratas del Pueblo (HDP, en su acrónimo turco). Unas palabras que tuvieron poco eco fuera del país. La Unión Europea levanta la voz tímidamente cuando se trata de criticar a Erdogan, que tiene la llave para enviar hacia el oeste de Europa a miles de refugiados de los más de dos millones que viven hacinados en su territorio.

Erdogan, sin embargo, hace solo dos años había personalizado la esperanza de la paz con la guerrilla kurda. En marzo de 2013, el día de año nuevo kurdo (Nevruz), afirmó que había llegado el momento “de hacer callar las armas para poder oír a la política”.

Abdullah Oçalan, el histórico líder del PKK, encarcelado y condenado en 1999 a cadena perpetua, había reiterado en marzo de este mismo año la necesidad de poner fin a un conflicto armado que dura casi 35 años. Ya en la clandestinidad antes de su captura, había renunciado a la independencia de la región kurda de Turquía, y se manifestó por una “autonomía democrática” que pudieran disfrutar los 15 millones de kurdos del país.

Pero las ambiciones presidencialistas de Erdogan, el conflicto en Siria y la guerra internacional contra Daesh, el autoproclamado Estado Islámico, iban a torcer las esperanzas de un arreglo pacífico de la cuestión kurda.

Erdogan necesitaba obtener una mayoría cualificada en el Parlamento para poder cumplir su sueño: reformar la Constitución y definir un nuevo régimen presidencialista con amplios poderes para la máxima autoridad de la nación.

En las elecciones celebradas en junio, sus planes fracasaron. Además, el partido prokurdo HDP, de Selahattin Demirtas, se convirtió en el cuarto partido del Parlamento, aupado no solo por las voces de la minoría kurda, sino también por el respaldo de miles de votos de la izquierda turca.

Erdogan dilató el período para formar gobierno y así forzar nuevas elecciones, en noviembre. Pero para ello, necesitaba un seismo en la opinión pública. Y nada mejor que atizar el miedo y azuzar a los nacionalistas antikurdos para obtener rédito político.

El verano iba a ser pródigo en oscuros atentados que iban a cobrarse la vida de decenas de ciudadanos kurdos y de la izquierda local. Erdogan ya había anunciado que las negociaciones de paz con el PKK no iban a continuar. El PKK respondía con ataques contra las fuerzas militares y policiales. La tregua estaba rota. Para el régimen, detrás de los atentados estaba Daesh. Para la oposición kurda, la inspiración de los ataques venía del propio régimen.

En los comicios de noviembre, Erdogan consiguió aumentar el número de escaños para su formación, el Partido de la Justicia y el Desarrollo, pero no lo suficiente para poder modificar la carta magna a su antojo. Por ello, inicia ahora una serie de contactos con la oposición de la que priva a los prokurdos del HDP.

El régimen acusa a sus líderes de “traición” por haber participado en una plataforma de organizaciones kurdas en una reunión en la que se pidió la autonomía y el autogobierno para los kurdos de Turquía.


Erdogan vuelve a utilizar la cuestión kurda para sus fines políticos y ya no es solo el PKK el enemigo, sino los millones de kurdos y turcos que han depositado su confianza en el HDP.

Moscú desbarata el juego de Ankara

Emponzoñada la situación en el interior, el primer mandatario turco continúa también enfangado en su política exterior. Desde el derribo del avión ruso en noviembre pasado, Erdogan es visto como oponente número uno al éxito de las operaciones internacionales contra Daesh, y el principal perjudicado con una solución política en el futuro de Siria.

Efectivamente, Erdogan se ha distinguido por erigirse en un furibundo enemigo del Presidente sirio, Bashar Asad. La entrada en escena de Rusia desbarata su diseño estratégico en la región.

La acción de guerra contra un avión ruso puso fin al comedimiento, disfrazado de hipocresía, sobre la más que ambigua relación de Ankara con Daesh y otros grupos salafistas que combaten al ejército sirio.

Entre las denuncias, hasta ahora acalladas por sus aliados en la OTAN, la de dar salida al petróleo comercializado por Daesh es una de las menores. Su implicación en el apoyo a grupos islamistas radicales desde Bosnia y Kosovo hasta Siria, por supuesto, salió a relucir sin tapujos.

Ankara observa con temor cómo los kurdos de Siria y de Irak se han convertido en los protagonistas de la lucha contra Daesh sobre el terreno. El pueblo kurdo de Turquía, al que Erdogan intenta demonizar, ya no es considerado en el exterior como una entidad terrorista, aunque oficialmente el PKK figure todavía el las listas oficiales. El fantasma de una unión de los kurdos de los tres países invade las pesadillas de Erdogan, aunque las diferencias entre ellos hace improbable esa eventualidad.

La Unión Europea, alarmada ante la avalancha de refugiados, sigue haciendo promesas al régimen turco para evitar que Erdogan abra los campos de refugiados y los envíe a territorio comunitario. Esas promesa de integración en la UE se quedan por el momento en algunos millones de euros para mantener anclados a los refugiados en Turquía.

Mucho debería cambiar la actitud del régimen de Ankara para que los europeos considerasen que Turquía aprueba las normas sobre derechos humanos y libertades exigidas por Bruselas. Pero incluso si ese improbable hecho se produjera, ni Erdogan ni sus consejeros son tan ignorantes como para no ser conscientes de que muchos de los miembros del “club de los 28” jamás aceptarían la integración en su seno de un país musulmán.

Hace solo tres años Turquía presumía de su brillante diplomacia, basada en la teoría de “cero problemas con nuestros vecinos”. Recep Tayyip Erdogan ha preferido destrozar esa imagen en aras de su sed de poder y de sus intereses personales.

(*) Analista y colaborador de Sputnik Mundo.