Los frutos de Octubre

Gerardo Rodríguez (*)

El sistema económico imperante, el capitalismo, convertido en hegemónico desde hace décadas, genera una crisis tras otra hasta llevarnos, si no lo evitamos, a la gran crisis final y definitiva que se vislumbra cuando ya se hayan agotado todos los recursos de que dispone nuestro limitado mundo y cuando la devastación que quede a su paso no permita más que gestionar la miseria, democráticamente repartida, que heredarán nuestros descendientes. Los más conscientes  ya comienzan a pedirnos cuentas, veremos qué argumentos presentarán los ideólogos neoliberales que han seguido apostando por el capital como valor supremo, pues todo está tasado en un precio, independientemente del valor que tenga cada cosa.

En un libro de reciente aparición del que solo he podido leer un extracto (“Habitar y gobernar. Inspiraciones para una concepción política”)  Amador Fernández-Savater analiza nuestra época, donde la Gran Política ha quedado reducida a Gran Gestión. Tanto desde la derecha como desgraciadamente desde la izquierda, todos los actores políticos nos prometen gestionar mejor nuestros problemas, pero gestionar es lo contrario de la transformación social, política y económica y no hay transformación más radical que la revolucionaria. Invocar la palabra “Revolución” tampoco tiene la fuerza de otros tiempos y, posiblemente, se haya fosilizado en nuestro imaginario colectivo aunque no haya desaparecido su carga emotiva, habría que darle el beso que la devuelva a la vida, como a la bella durmiente. Al mismo tiempo deberíamos recuperar también un relato sugerente que abogue por un nuevo tiempo, un relato con el que nos identifiquemos en el análisis y las soluciones, un relato hasta cierto punto utópico.

Si utopía es lo que no ha tenido lugar (u-topos), las revoluciones más importantes de la modernidad han tenido su relato utópico, su modelo de sociedad nuevo que nunca había sido concretado, normalizado, somatizado. El de la Revolución Francesa lo constituyó la Ilustración y su apelación a la racionalidad del ser humano, a la libertad sin tutelas de cada persona, a los derechos inalienables y la soberanía de los pueblos. Los viejos dogmas morirían poco después en un proceso de secularización sin marcha atrás. En la Revolución Rusa, el marxismo significó la narrativa de una sociedad de iguales, sin clases, en la Rusia de siervos oprimidos y explotados por el Zar y la nobleza.

En ambos casos había paradigmas alternativos al modelo fáctico, la Ilustración y el marxismo, con su carga de utopía pero también de realizaciones que, solo la falta de voluntad, habían hecho imposible su realización. Ambos constituían el deber ser de la época. Ahora no tenemos esos relatos pujantes, ahora estamos huérfanos de utopías y por eso ya no se estilan las revoluciones, todo lo más algunos levantamientos dignos pero limitados, como el 15M y los indignados.

Esa evocación de la insurgencia revolucionaria a mí me recuerda a Octubre, que es un mes de cambios, los de la vida cotidiana que deja atrás el verano con días cada vez más cortos y árboles caducifolios que alfombran las aceras, y los propiamente revolucionarios pues ese  fue el marco temporal de la última Revolución con consecuencias planetarias, la Revolución Rusa de 1917.

Creo que la deriva estalinista posterior, con el horror de las purgas, el gulag, las deportaciones masivas y el Estado policial y burocrático engendrado, sepultó aquella revolución pero convendría rescatar para la memoria aquellos días afiebrados de octubre y noviembre de 1917 para comprender que los anhelos de una sociedad, cuando son comunes, pueden darle la vuelta como a un calcetín y ponerla boca arriba.

Las causas históricas, sociales y filosóficas de aquel acontecimiento son de sobra conocidas: las penosas condiciones de vida de la mayoría del pueblo ruso, las inmensas propiedades de la nobleza y el Zar, la represión feroz de la policía ante cualquier muestra de descontento, los soldados olvidados y hambrientos que morían en las trincheras de la 1 Guerra Mundial (guerra intracapitalista entre países que buscaban la expansión colonial y nuevos mercados para ampliar las ganancias de las élites, sin ningún escrúpulo en mandar a sus pueblos al matadero que significó esa guerra), el auge de las ideas de Marx y Engels o la aparición de un cierto desarrollo industrial en los centros urbanos que hizo posible la aparición de un incipiente pero poderoso proletariado.

Evocar aquel otoño es adentrarse en las calles de Petrogrado y, más concretamente, en el Instituto Smolny, epicentro de la gran explosión, del big-bang del que emergió un universo sociopolítico nuevo, un nuevo paradigma que concitó las esperanzas en un mundo mejor reconciliado consigo mismo, redentor y espartaquista. Fue así en los albores de la Revolución Rusa.

Un día de finales de octubre de 1917, un soldado dio el alto a Trotsky en la entrada del Instituto Smolny, sede del soviet de Petrogrado (actual San Petersburgo) y le pidió su documentación para dejarlo entrar, pero el presidente del soviet de Petrogrado, por estas cosas que tiene hacer una revolución, la había olvidado. El soldado, fiel a la tradición rusa de respeto a los documentos oficiales y a las normas establecidas, no desistió en su empeño y tuvo que venir un superior jerárquico para franquear el paso a uno de los protagonistas centrales de la primera mitad del siglo XX. Esa escena tuvo un testigo, un testigo que narró el flujo y reflujo de la marea insurgente de aquellos días que estremecieron el mundo.

John Reed fue aquel testigo del incidente entre el soldado y Trotsky, un periodista estadounidense que tuvo una vida corta pero intensa y que escribió la crónica precisa de la Revolución Bolchevique en “10 días que sacudieron el mundo”. Testigo privilegiado en primera línea de los acontecimientos, buen narrador, gran observador, Reed tuvo a lo largo de su vida  algo admirable en cualquier persona: el don de la oportunidad. Aunque murió con 33 años, le dio tiempo a cubrir las huelgas textiles de Paterson que le despertaron una conciencia social que ya no le abandonaría nunca, cabalgó junto a Pancho Villa en los inicios de la Revolución Mexicana dejando para la historia un libro de culto (“México Insurgente”), narró las atrocidades de la 1ª Guerra Mundial en el este de Europa y terminó levantando acta, como lúcido notario, de la insurrección bolchevique y de su marco, las calles de Petrogrado. Narró el caos reinante de órdenes y contraórdenes, la confusión entre las diferentes instituciones gubernamentales que se sucedían las unas a las otras, la autoridad que emanaba de Lenin, las cargas de los cosacos, la oratoria de Trostky, el sudor de los cuerpos hacinados o la circunspección de Kámenev. Reed fue intrépido, rápido, osado y generoso, un pionero que creó escuela porque, aunque comunista, dejó espacio suficiente para que mostraran sus argumentos y su personalidad los contrarrevolucionarios: mencheviques, kadetes, socialistas moderados, Kerensky, nostálgicos del Zar, cosacos. De él dijo Lenin que su obra debería ser de obligada lectura para los revolucionarios del mundo y Manolo Vázquez Montalván que “si E.H. Carr ha sido el mejor historiador de la Revolución Bolchevique, John Reed ha sido su mejor periodista”. Reed tiene el honor de ser la única persona de su nacionalidad enterrada en la necrópolis del Kremlin, y por él sonó la Internacional por primera vez “al oeste del río Pecos”, en el momento en que Warren Beatty recogía el Oscar a la mejor dirección por la estupenda “Reds” (1982), cuyo personaje central es él.

Reed describe la atmosfera del Smolny, epicentro de la Revolución, magistralmente: “Al final de la línea del tranvía se alzaban las elegantes cúpulas del Instituto Smolny, de 180 metros de longitud y 3 pisos de altura, con las armas imperiales esculpidas en la piedra, enormes e insolentes, encima de la entrada(…)El instituto, que durante el antiguo régimen había sido un famoso  internado para las hijas de la nobleza rusa, estaba tomado por las organizaciones revolucionarias de obreros y soldados, tenía más de 100 habitaciones enormes, blancas y desnudas (…)Por sus pasillos abovedados, iluminados por escasas bombillas, se afanaba una multitud de soldados y obreros doblados bajo el peso de enormes fardos de periódicos, proclamas y propaganda impresa de todo tipo (…) Los automóviles iban y venían, las ventanas resplandecían y los soldados se juntaban alrededor de fogatas que aun estaban encendidas preguntando las últimas noticias. Los pasillos estaban llenos de hombres presurosos, demacrados y sucios. En algunas salas de reunión dormían en el suelo (…) Trotsky, Kámenev y Volodansky hablaban durante seis, ocho, doce horas al día…”

Multitudinarias manifestaciones, nidos de ametralladoras que disparan en la noche cerrada, niños perdidos que lloran a padres ausentes, hombres que esperan a otros hombres tras una esquina sin saber si vienen con las mismas banderas o con otras, si se unen a ellos o los enfrentan, carreras masivas que terminan boca abajo, disparos que perforan pechos sin insignias ni medallas, todo eso es Octubre como muestra “Octubre”, la obra maestra de Serguei Mijáilovich Eisenstein y como narra Reed con pulso de reportero que conoce y respeta su oficio.

Si Reed ofició de cronista, Isaak Brodsky la ilustró. Brodsky fue un pintor ruso perteneciente a un estilo tan denostado hoy como es el “Realismo Socialista”, pero a mí me gusta. He visto la “Lata de sopa Campbell” y otras serigrafías de Andy Warhol, como las de Marilyn, Mao o Liz Taylor, y no me han dicho nada. Puedo entender su mensaje y lo que significó el “Pop Art” con la consideración de los objetos de la sociedad de consumo como obra de arte, pero no me transmiten ninguna emoción. Sin embargo, la “seriegrafía” de Lenin pintada por Brodsky garantiza pálpitos. Por ejemplo “Lenin en el Smolny” (1930), nos regala el retrato de un hombre ensimismado y, frente a él, un sillón vacío y una intriga: ¿a qué Godot espera mientras toma notas?

Posiblemente no faltarán razones para atacar el Realismo Socialista porque durante más de medio siglo fue impuesto hegemónicamente en los países de influencia soviética. Por otro lado, las mastodónticas construcciones realizadas bajo su influencia no son muy agraciadas arquitectónicamente hablando, pero lo mismo ocurre con los mamotretos del capitalismo salvaje que pueblan nuestras costas. En el Realismo Socialista el sujeto colectivo prima frente a la individualidad burguesa, no me parece mala cosa a la vista de a dónde nos ha llevado  atomización del cuerpo social impuesta por la competitividad, el individualismo y el consumismo propios del capitalismo. Hoy estamos más indefensos y vulnerables que nunca frente a las grandes corporaciones y los mercados, los verdaderos dueños de nuestras vidas, a quienes nadie les ha votado.

La Revolución de mi generación, la que pintó de esperanzas nuestra juventud, fue la Revolución Sandinista y su bardo más famoso y popular cantaba ‘Flor de Pino’ y ‘Son tus perjúmenes mujer’, pero esa es otra historia.

                                    

(*) Miembro del secretariado nacional del STEC-IC