Maquiavelo vive en Venezuela

Angel Rafael Lombardi Boscan (*)

Quién lo iba a imaginar: quinientos años después, el polémico florentino: Nicolás Maquiavelo (1469-1527), autor del más popular tratado acerca del comportamiento político de los gobernantes en torno al poder, sigue vigente. Se pudiera pensar que la política se ha vuelto más institucional, que las leyes son principios sagrados para garantizar el orden y la paz, en suma la civilidad bajo coordenadas racionales. Y que el discurso político, junto a sus ejecutorias, se ha adecentado. Que ya el veneno no es un instrumento “electoral” para sacar de la carrera política a los adversarios de turno, o que blandir el puñal, con astuto disimulo, es algo obsoleto, completamente anacrónico. Tremenda ilusión.

El poder embruja, envilece y enloquece a sus practicantes más conspicuos. Y si se trata de un poder sin contrapesos y controles, pues aún más. Fueron sabios los romanos en muy pronto advertir esto. Cuando un general victorioso, al regresar de una campaña militar, hacia su entrada por los ‘Arcos de Triunfo’ bajo la alegría desbordante del populacho, un esclavo que iba a su lado le decía al oído: ‘Respice post te! Hominem te esse memento’! (‘¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre’ (y no un dios). Aunque igual, bien rápido que se les olvidaba. Nomás Julio César atravesó el Rubicón terminó por aplastar con sus soldados a la República.  

Dignidad, lealtad, integridad, confianza, patriotismo, virtud, honor, valentía son conceptos deleznables cuando se trata del Poder y su mantenimiento. Es por ello que la gran revolución en la política moderna, en un plano conceptual, la llevó a cabo  Montesquieu (1689-1755)  cuando propuso el control del poder por el poder mismo, extraña paradoja. El poder vigilado a través del estricto cumplimiento de las leyes, y estableciéndole contrapesos y restricciones para evitar sus reiterados abusos y desviaciones. Sin ello, la sociedad y la ciudadanía, son una víctima inerme del abusador de turno.

Dice Maquiavelo en ‘El Príncipe’: “Y ha de tenerse en cuenta que un príncipe –y de forma especial un príncipe nuevo- no puede conducirse de acuerdo con todos los rasgos mediante los cuales los hombres son tenidos por buenos ya que a menudo se ve obligado, para conservar su Estado, a obrar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. Razones por las cuales necesita mantener el ánimo dispuesto según le exijan los vientos de la fortuna, y como dije antes, a no apartarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado por la necesidad”.

El asunto es que a cada rato se “entra en el mal” haciendo de la simulación, la mentira y la hipocresía un acto teatral con comparsas y celebraciones, sino basta con repasar los cables de wikileaks donde la diplomacia mundial quedó al desnudo. A J. Edgar Hoover, fundador del FBI, le bastó con espiar al liderazgo estadounidense, y mantenerse en el cargo, a fuerza de chantajearlo.

Aquí en Venezuela, en pleno y aciago 2020, la espesura del mal es hoy el alimento de la cotidianidad y los carceleros sin haber leído una sola página de ‘El Príncipe’ ponen en práctica sus recomendaciones. Un poder sin moral ni ética que aplica las leyes para sus enemigos y las acomoda a sus designios. Una distopía, un acto anacrónico en pleno siglo XXI si hemos de creer que la humanidad ha evolucionado en términos de una convivencia más civilizada.

(*) Director del Centro de Estudios Históricos de la Universidad del Zulia