¿Finales felices? No existen, según Haneke

Ángel Rafael Lombardi Boscán (*)

Hay directores como el alemán Michael Haneke (1942) consagrados ya en vida que no necesitan justificarse. Lo que hagan bien o mal le es completamente indiferente: esa es la suerte de los genios o la confianza de los artistas de talento aunque lo que propongan nos luzca a los mundanos como muy experimental o incomprensible. Haneke ha hecho películas muy retorcidas pero con un efecto intelectual cuyo contenido en la esfera de la psicología humana no debería pasar desapercibido a nadie. Su exploración del absurdo humano está presente en obras remarcables como ‘La Pianista’ (2003), ‘Funny Games’ (2007), ‘La cinta blanca’ (2009) y la excepcional ‘Amor’ (2012). Ahora en ‘Happy End’ (2017) hurga en el retrato de una familia burguesa de la provincia francesa disfuncional como lo son casi todas las familias aunque el maquillaje de la respetabilidad social lo disfrace.   

Desde la mirada de una niña de trece años, perturbada y hasta con instintos caíniticos, Haneke nos lleva a un paseo por el infierno humano sin requerir de la moralina acostumbrada. Hay veces que comparto la crítica de Fernando Vallejo respecto a los niños y su inocencia decretada. “Dejad que los niños vengan a mí” es puro cuento. Los niños son corruptores de mayores y en cada uno de ellos hay un asesino en potencia. Destripan con sus piececitos a los grillos y les sacan los ojos a las ranas”. 

Haneke es seco y brutal. Su tosquedad es interesada porque todos sus protagonistas son demasiado humanos, y en consecuencia, imperfectos y disimuladamente malos, o lo que es peor: han pactado con el dolor. Cada vida es un drama: una mezcla explosiva de impulsos contradictorios donde se entremezcla el amor con el odio; la herida abierta que no se cierra y que va machacando sin cesar vidas al límite y sin apenas redención. Este cine de Haneke es una pedrada hacia el centro de la línea de flotación de las producciones de Hollywood cuyo candor termina siendo festivo aunque insulso. No hay final feliz en la existencia humana: ese es el mensaje pesimista de Haneke a través de ésta película sin poses de ningún tipo. ¿Tenemos que compartir este cóctel de amarguras sin rebelarnos? No lo creo. Porque cada transitar en el camino de la existencia es distinta de acuerdo a las propias y ajenas experiencias. 

‘Happy End’ (2017) tiene un comportamiento en su desarrollo errático porque procura mimetizarse con las fracturas vitales de sus principales protagonistas. Lo que parece que no tiene sentido sí lo tiene porque el hastío vital hace que Haneke se interrogue de la misma forma que lo hizo Qohelet en el ‘Eclesiastés’: “toda obra de Dios llega a su tiempo, pero ha puesto la eternidad en el corazón de los hombres; y estos no encuentran el sentido de la obra divina desde el principio al fin”. La errancia humana por una vida cuyos sentidos esenciales se va erosionando o incluso nunca está definida lleva al colapso de una convivencia social/familiar insatisfactoria e inconstante porque los compromisos son vulnerables o la afectividad que la sostiene es frágil. 

Hay escenas memorables en ésta película de personajes sombríos, impecablemente interpretados por Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant y Mathieu Kassovitz sobre la fatalidad de una existencia fallida. Y eso ocurre, no obstante, a pesar que el logro material está resuelto. ¿Qué podemos esperar de existencias materiales atrapadas en la miseria física? 

La caída proviene en el ámbito de las emociones volubles y traicioneras y de una existencia que se va consumiendo hacia la nada. Al final de la película, el viejo patriarca de la familia (Jean-Louis Trintignant), procura encontrar ‘la solución final ante un imponente cielo azulado sobre un mar tenebroso bajo la indiferencia de una nieta cuyo analfabetismo emocional es más que evidente. ‘Happy End’ de Haneke es un cine diferente, radicalmente diferente, a quienes sólo buscan un escape fácil y pasajero en la sala oscura.

(*) Director del centro de estudios históricos de Luz