Resumiendo...

Alejandro Floría Cortés (*)

La megamáquina de la que formamos parte tiene demasiada inercia como para cambiar de rumbo. Podemos imaginar una gigantesca peonza de tamaño planetario girando violentamente. Sabemos que no podemos detenerla con la fuerza de nuestros brazos. Ignoramos qué habría de suceder dentro de esa peonza para que dejase de girar, porque nos resulta insondable la naturaleza de su eje de giro, aquello en torno a lo cual todo orbita demencialmente. Y aún no parecemos haber advertido que su punto de apoyo somos nosotros mismos. Un imprescindible punto de apoyo de velocidad nula.

Y, sin embargo, somos yonkis de su velocidad mareante y nos domina un incontrolable miedo a su pérdida. No es casualidad que tomar conciencia sobre la variedad de perspectivas respecto de este enorme monstruo que se alimenta de sus criaturas nos resulte, cuanto menos, desasosegante. Fuera del mismo, engullido por él, soportándolo o formando parte del mismo, o de todas formas al mismo tiempo, como realmente es. La soledad y el sufrimiento del engranaje inaccesible es, también, la del nodo en la red. Y todo resulta inusitadamente violento.

Es posible adoptar otra perspectiva, acaso bidimensional, sobre esta misma cuestión: el sistema, muy a pesar del institucionalismo que todo lo impregna, incorpora la resistencia al cambio con la suficiente eficacia como para no poder ser modificado (desviado de su propósito) mediante actuaciones desde el propio ámbito sistémico (acción-reacción). De hecho, cualquier sistema muestra esta tendencia al equilibrio, sin juicio, en torno a su propósito, sea cual sea este.

Así, la única opción de cambiar el sistema desde dentro, ¿quién iba a querer cambiarlo desde fuera?, sería (la improbabilidad política de) reconocer, eventualmente, su propio agotamiento y proceder a una (de nuevo, improbable) deconstrucción pacífica del mismo en favor de lo colectivo y lo común. ¿Puede en algún momento negarse el sistema a sí mismo?, ¿tiene, acaso, capacidad de cambiar su propósito?... No es casual la exposición consecutiva de las dos perspectivas: la violencia forma parte del sistema y el sistema genera violencia para perpetuarse.

El relativismo, la liquidez, la insatisfacción y el desconcierto que introducen la hiperinformación, la hiperconexión y la exposición total, potentes motores de la megamáquina, sólo puede ser aliviado a través de su negación activa. Así, creo que, con urgencia, se debe apagar la televisión, abandonar las redes sociales y los espectáculos deportivos, las urnas y, sobre todo, dejar de comprar mierda. Es el primer paso para negar no solo la mencionada condición de punto de apoyo, sino también la de juez y parte, o, para ser más gráficos, la de mantenedor y la de pieza averiada.

Nos debemos una profunda reflexión sobre lo que nos es esencial, sobre lo común y lo colectivo, y soltar lastre. Dejar de emplearnos por los deseos para trabajar por las necesidades. Los deseos son subjetivos, evolucionan con el tiempo, son individuales, sustituibles e insaciables. Los deseos son el combustible de la megamáquina. Las necesidades son universales, objetivas, insustituibles, intergeneracionales y saciables. No pueden ser sino ellas nuestro punto de encuentro.

Las ideologías dentro de un mismo paradigma se disuelven, indistinguibles, en la conveniencia electoral y en la ilusión de la elección; la nueva política no ha existido nunca; las luchas que no se unifiquen no fructificarán; el tiempo empleado en los distractores y en las chucherías que comercializa el sistema es tiempo, salud y recursos malgastados que nunca volverán a estar disponibles. No es eficaz emplear líneas y líneas para hablarnos (y escribirnos) a nosotros mismos. No es momento de exhibición de propósitos ni de preciosismos teóricos: urge divulgar las mejores prácticas de autoorganización y apoyo mutuo para implementarlas allá donde haya necesidad. 

(*) Articulista e ingeniero industrial