Un mundo de materialismos y ausencias de valores

Rafael Lutzardo (*)

Vivimos en un mundo de locos. Ya no basta que cada persona vaya a lo suyo. También, si pueden intentan joderte. Este comienzo del siglo XXI viene caracterizándose por el avance de la revolución tecnológica. Incluso, ya hay píldoras para sustituir a los alimentos naturales. De la misma manera, el capitalismo de los poderosos sigue siendo el poder en el mundo; motivando que la pobreza se vea cada vez más débil y apartada de las sociedades.  

Por otro lado, la economía mundial propició un número récord de multimillonarios el año pasado, lo que agravó la desigualdad en medio de un debilitamiento de los derechos de trabajadores y un impulso corporativo para maximizar los retornos de los accionistas, dijo la organización benéfica Oxfam International en un nuevo informe. El mundo cuenta ahora con 2.043 multimillonarios, al aparecer uno nuevo cada dos días el año pasado, dijo la organización sin fines de lucro en un informe publicado el lunes. La riqueza del grupo, hombres en su mayoría, aumentó en US$762.000 millones, dinero suficiente para terminar siete veces con la pobreza extrema, según Oxfam.

Por lado, el desarrollo económico de la humanidad —con todos los beneficios que ello comporta en los planos social, cultural y científico— ha alcanzado metas sin precedentes durante el siglo XX. Pero sólo para una parte de la población del planeta.

Sin duda, el mundo de hoy se presenta dividido: de un lado, el Primer Mundo, comparativamente opulento; del otro, el mayoritario Tercer Mundo, cuya realidad viene ilustrada por las anonadantes cifras recogidas por los informes de las Naciones Unidas: 500 millones de personas malnutridas —160 de ellas en edad infantil—; 110 millones de niños que no saben qué es una escuela; 840 millones de adultos —dos tercios de ellos mujeres— analfabetos; 1.200 millones sin acceso al agua potable; 507 millones cuya expectativa de vida no supera los 40 años; 17 millones de muertos al año víctimas de enfermedades contagiosas y parasitarias perfectamente curables, como la diarrea, el paludismo y la tuberculosis...

Quizá lo más llamativo de esta amarga situación sea que podría ser atajada, e incluso resuelta, sin que los países desarrollados tuvieran por qué prescindir de lo esencial de sus ventajas. Según la ONU, proporcionar servicios sociales básicos y aliviar la pobreza mundial tendría un coste de 80.000 millones de dólares, una cantidad inferior a la que suma el patrimonio de las siete personas más ricas del planeta. Con un 1% de la riqueza global mundial podría erradicarse por entero la miseria.

No sólo existe el abismo económico que separa al Primer Mundo del Tercer Mundo. Cada uno de esos dos grandes espacios también tiene sus propios abismos internos. En el Tercer Mundo hay minorías que gozan de un elevado nivel de vida, logrado a menudo a costa de la superexplotación de sus poblaciones respectivas. El Primer Mundo, por su parte, ha visto crecer en su seno un creciente sector de excluidos sociales, nutrido en lo fundamental de parados de larga duración y de inmigrantes no integrados. Es, en cierto modo, un Tercer Mundo dentro del Primer Mundo.

En tales condiciones, la cuestión que se plantea es obvia: cómo lograr que, por más que existan desigualdades económicas de consideración —tanto por razones de ubicación geográfica como de posición social—, éstas se sitúen en límites que no afrenten contra la dignidad humana del modo en que lo hacen en la actualidad.

Para estas alturas, hay general consenso en que la erradicación de la miseria masiva existente en el mundo no es sólo cuestión de Justicia, ni asunto exclusivo de buenos sentimientos —aunque ni la una ni los otros estén de más—, sino también un imperativo de supervivencia para el propio Primer Mundo, que necesita del desarrollo económico del Tercer Mundo —incluida en ella el viejo bloque soviético— tanto para reducir a límites aceptables el espectacular flujo migratorio que están padeciendo los países ricos como para facilitar la expansión del comercio mundial, que precisa del enorme potencial humano de los países subdesarrollados.

Los principales organismos internacionales del ramo, como el FMI y el Banco Mundial, entienden que sí, siempre que los países que ejercen el liderazgo económico mundial se muestren capaces de adaptar sus grandes opciones globales, sustentadas en la libertad del comercio, a los nuevos problemas y realidades. Crece no obstante, incluso en el mundo desarrollado, la idea de que las fórmulas neoliberales aparejan el estigma de la injusticia. Ambas posiciones cuentan con buenos argumentos a su favor.

(*) Escritor y periodista